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“De verdad que lo siento, Sr. M.” Al oír estas palabras dio media vuelta y se perdió por el pasillo. La frase resonaba en su cabeza mientras esperaba el ascensor, mientras caminaba por los corredores del edificio, mientras cruzaba la avenida rumbo a la estación del Metro, mientras esperaba en el andén el próximo tren. “De verdad que lo siento, Sr. M.” Con la cabeza recostada en el cristal intentaba leer en la mirada de ese hombre de bata blanca, cabello gris y profundas entradas el significado de una expresión tan contundente. “De verdad que lo siento, Sr. M.” Por más que buscaba en su interior no lograba encontrar una emoción que se acercara a lo que podría sentir ese personaje alto y enjuto de mirada azul que sendas ojeras hacían más grave y turbadora. Fuera lo que fuera, era de verdad, de una verdad que le pesaba por dentro y lo hacía sentirse clavado en el suelo, impotente ante el movimiento perentorio del universo. Era, seguramente, el sentimiento que despierta la Verdad, la única, la más importante, la más grande de todas, tanto así que no admite reparos ni aclaraciones. “De verdad que lo siento, Sr. M.” Durante el largo ascenso desde las profundidades de la ciudad pensó en la barba de pocos días, en los labios cuarteados, en los dientes amarillentos por entre los cuales se colaba el aire que daba forma a las siete palabras que habrían de marcar su vida para siempre. Al salir de nuevo a la calle, caminando con la cabeza gacha bajo el sol justiciero del medio día, se dedicó a imaginar quién podría ser ese tal Sr. M. y lo que sería su vida en la ignorancia de algo tan grave.

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