viernes

Dolores

Las puertas del autobús se cerraron de golpe, haciéndolo levantar la vista de la página que llevaba al menos un cuarto de hora intentando leer. La voz que anunciaba la siguiente parada se oyó de nuevo y frente a sus ojos se atravesó una mano femenina en busca de un asidero para ayudarse a salir de entre la multitud apeñuscada. Intentó seguir la dirección del brazo en busca de su dueña pero éste se perdía detrás de una pareja forrada toda en cuero negro y la ofensiva corpulencia de un guardia de seguridad vestido como si fuera de camino a liberar una embajada. Él sujetó el libro entre sus rodillas para liberar sus manos pero no supo cómo abarcar esa extremidad desamparada que mandaba lances azarosos demasiado cerca de su nariz. Decidió finalmente ofrecerle su pulgar y ésta lo apresó aliviada; la tomó luego por el codo y tiró de ella con fuerza, primero constante y luego en enviones sucesivos que centímetro a centímetro dejaban surgir una anatomía familiar. “Gracias”, dijo la joven estudiante al verse liberada. El autobús se detuvo en la estación y las puertas se abrieron. “Gracias”, volvió a decir, mirándolo primero a los ojos y luego a la mano que no soltaba la de ella. “Señor, por favor…” suplicó finalmente. “¿No me reconoces? Soy yo, Humberto”, preguntó él y su voz fue engullida por la sirena que anunciaba el cierre de las puertas. A la sonrisa que él interpretó como una señal de reconocimiento siguió un golpe seco de una rodilla contra su entrepierna que lo hizo acudir de inmediato al auxilio de la parte ofendida. La chiquilla se coló hábilmente por entre las puertas y de un salto alcanzó la acera. Antes de que el vehículo retomara la marcha, él alcanzó a percibir la expresión burlona y el gesto obsceno con los que ella lo despedía desde el otro lado del cristal.

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