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Ambos
líderes se detuvieron en el umbral. Sus miradas se cruzaron mientras que cada
uno estiraba una invitación al otro con la mano. El pie derecho del uno dio un
paso atrás. El pie izquierdo del otro lo secundó. Sus sonrisas de telediario se
hicieron más grandes, más rígidas y sus brazos se entrelazaron en una discreta
llave marcial, cada uno intentando empujar al otro al interior del edificio.
Ante la mirada atónita del mundo el más joven – o el menos viejo – hizo
desaparecer al otro del plano principal, luego se irguió, acomodó su chaqueta y
de un paso triunfal se perdió a su vez tras la puerta blindada. En menos de una
hora las ordenes de atacar resonaron en las trincheras: la tregua había
terminado.
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