“Eres un cabrón, ¡te odio!”, dijo la joven, casi una niña, y salió a la
calle dando un portazo. El hombre apretó la taza de café con todas sus fuerzas
pero esta no se rompió. Cogió la gorra y la chaqueta de la percha y salió él
también. Seguramente pronto se encontrarían, padre e hija, cada uno con el
rostro cubierto por las máscaras de sus respectivos bandos.
Llevaba dos semanas casi ininterrumpidas sin dormir. Cuando cerraba los
ojos, las más de las veces recostado en uno de los canapés de la comisaría,
recordaba la expresión de repudio en los rostros de quienes otrora veían en él
un símbolo de seguridad o, por lo menos, de un cierto orden.
En el estacionamiento del cuartel subió en la furgoneta donde lo
esperaban dos filas de monigotes que parecían sostenerse sólo gracias a la
rigidez de sus armaduras. El cansancio rendía ya a algunos, a otros los exaltaba
el bombardeo de órdenes escupidas por la radio, el ir y venir de las sirenas,
el redoble marcial de porras contra escudos, de cucharones contra cacerolas.
Por estar más cerca de la puerta, tuvo que bajarse a increpar a un
sospechoso que se alejaba del cerco policial. “Deténgase”, le dijo. El hombre
levantó la cara, lo miró como si no entendiera el sentido de la orden y siguió
su camino sin siquiera responder. La furgoneta se detuvo de nuevo unos metros
más adelante. “Tráelo”, “déjalo”, “mátalo”; no entendió la orden, sólo se dejó
llevar por el delirio del ruido, las luces, el sueño, el frío. Tres agentes
fueron necesarios para aplacarlo.
“No recuerdo más”, dijo a los médicos. Una enfermera vino a darle un
calmante y apagó la luz al salir. En la penumbra, antes de dormir, el policía
creyó reconocer el rostro del hombre que
dormía plácido en la camilla de al lado.
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