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Elisa miró el reloj, faltaban cinco para la una. Terminó de cortar la
cebolla y el ajo para la salsa, puso el cuchillo sobre la mesa y se dio media
vuelta. Con la mano empujó el picadillo y la sartén dejó escapar un bufido
humeante que se fue reduciendo hasta convertirse en un siseo apenas perceptible
bajo el ruido del extractor. Elisa se giró de nuevo y al encontrarse frente a
la mesa dudó por un instante. Un bote de crema de leche, una botella de vino
blanco, el salero, la pimienta. No, no era eso lo que buscaba. Miró la tabla de
picar que sostenía en la mano izquierda y recordó el cuchillo. No estaba en el
lavaplatos, ni en la encimera, ni junto al fogón. No se había caído al piso ni
estaba debajo del trapo de flores. Dejó la tabla de picar encima de la mesa e
hizo memoria. Había terminado de cortar la cebolla y el ajo para la salsa,
había puesto el cuchillo sobre la mesa; se había dado media vuelta y, con la
mano, empujado el picadillo dentro de la sartén. Había encendido el extractor,
girado hacia la mesa a buscar el cuchillo, olvidado que era eso lo que buscaba
y luego había vuelto a recordar. No estaba en el lavaplatos, ni en la encimera,
ni junto al fogón. No se había caído al piso ni estaba debajo del trapo de
flores. Sintió una corriente de aire helado bajándole por la espalda y recordó
las palabras de su amiga Laura cuando puso la carta sobre el tapiz Pulvis
sumus et pulvis reverterimur. Miró el reloj, era la una.
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