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En la esquina de su casa se encontró de frente con un policía.
“Deténgase”, escuchó que le decía. Clavó su mirada en el lugar donde deberían
estar los ojos detrás de la visera, sobre la cual la oscuridad de la noche
imprimía el reflejo de luces azules y rojas que desfilaban calle abajo,
seguidas del grito lastimero de las sirenas. Sin decir palabra, el hombre
retomó la marcha. Un llamado casi ininteligible por la radio detuvo el
movimiento de la mano enguantada que se aprestaba a agarrarlo por el
brazo. El hombre cruzó la calle, dejando
atrás el ruido de las cacerolas y los gritos de protesta entre los que se
mezclaban alaridos de súplica o de injuria. El primer golpe lo mandó de bruces
al suelo, los demás fueron cayendo como las primeras gotas de un aguacero de
verano. “Llevo días sin dormir”, fue lo único que atinó a decir a los
paramédicos que casi una hora más tarde vinieron a socorrerlo. De vez en cuando
se despertaba por los dolores en la nuca y en la espalda, pero en el hospital
se estaba bien y pudo dormir tranquilo.
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