jueves

El astronauta


Caminar las ocho cuadras que lo separaban de su trabajo parecía tan difícil como ir de Marte a Júpiter sin que un pedazo de roca opaca y deforme se le atraviese a uno de frente o lo golpee por un costado. Era la prueba definitiva al final de una progresión de incidentes desafortunados que, además, no resultaría en una síntesis de armonía cósmica sino en el conato de sacrificio cotidiano en el que él mismo oficiaba de víctima y verdugo. Mientras corría, iba repasando en su cabeza lo ocurrido, tratando de unir una sarta de cuentas que justificara su retraso:

“…otra vez nos quitaron la luz y este alcalde que sirve menos que el maldito despertador que no sonó y yo sin tiempo ni para una ducha, así fuera con agua fría, y del café ni hablar, con las tripas pegadas, muerto de hambre para que además me toque correr hasta el paradero y que el bus me pase por el frente y me lave con ropa y todo y así me toca seguir andando hasta la avenida para esperar otro bus que da una vuelta más larga todavía, y preciso que va llenísimo y casi no puedo entrar y un tipo atrás que ya no encuentra más bolsillos para hurgarme y aparte de todo se indigna cuando le pregunto que qué busca y la muchacha que tengo al lado agarra duro su bolso y me sonríe pero luego como que me huele y voltea la cara para otro lado, pero yo estoy tan apretado que ni bajar el brazo puedo y ya cuando por fin me toca bajarme grito que por favor alguien timbre pero todos están sordos de tanta rumba estéreo o tontos por la falta de oxígeno o por el zarandeo que parece del programa de entrenamiento de astronautas, al que igual nunca hubiera podido ir porque para eso toca haber estudiado por fuera y eso cuesta plata y plata es lo que no hay, y si hubiera tendría carro o cogería taxi y no me hubiera dejado un zapato en el bus que parece ir más rápido cuando uno le corre detrás, brincando en un pie y el otro que al final toca apoyar porque faltan cinco para las ocho y de todos modos ya tengo las medias mojadas y pues son sólo diez cuadras, claro que con la construcción se hace más largo porque toca esquivar los cráteres y la gente que…”

En esas estaba cuando desapareció de la superficie de la tierra. Poco a poco fue despertando a un dolor intenso en el brazo derecho, un dolor liberador que había concentrado en un solo punto todo el espectro de sufrimiento que desde hacía meses atravesaba su cuerpo. Sus otros sentidos fueron agudizándose en la oscuridad. Estaba acurrucado en lo que parecía ser una cápsula cuyas dimensiones no pudo comprobar por estar limitado en sus movimientos. Escuchó un murmullo de motores lejanos, y percibió un leve olor a humedad que de vez en cuando se mezclaba con las oleadas de un hedor químico que le aguaba los ojos. El hambre había desaparecido y también la prisa. 

Durante un rato fue consciente de cada centímetro de su cuerpo, del aire en sus pulmones, de la tensión de sus músculos, de la sangre en sus venas. El ojo de su mente se llenó de puntos luminiscentes en constante movimiento y expansión, sintió cómo su luz se derramaba sobre él, penetraba por sus poros y a su paso iba diluyendo su piel, su carne, sus huesos hasta que ya no quedo nada y su consciencia lo abarcó todo. Para cuando la primera silueta apareció en el fondo, el dolor del brazo había disminuido y, por lo mismo, era más incómodo. 

Cuando los bomberos sacaron la camilla, la multitud en torno al agujero estalló en aplausos y voces de apoyo, él los miró por la esquina de un ojo y les dedico su primera sonrisa sincera en mucho tiempo.

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