viernes

Esto no es una película

David abrió la puerta para dejar que Verónica pasara a la pequeña cabina de cristal blindado del cajero automático. Dibujó con la mano un pasé taurino, siguiendo con los ojos los volúmenes del pantalón blanco que se deslizaban bajo sus dedos con la exquisita tersura que imaginaba para la piel morena de su amiga. Sin levantar la vista de las nalgas que se movían revestidas de una cándida claridad, como dos niñas jugando en un balancín bajo el sol de una tarde sabanera, sintió la doble acometida de dos corrientes heladas que lo dejaron clavado en el efímero espacio del umbral. El frío metálico de un cañón sobre la nuca unido a la mirada de Verónica sobre su frente gacaha, reproche a la transgresión de esa superficie mística dispuesta sólo para la contemplación, lo dejaron clavado en el suelo como una parte más del mobiliario del banco. Instintivamente, sin saber a quién dirigía su gesto, levantó las manos suavemente, sintiéndose derrotado e impotente.

-!No sea imbécil! Baje las manos que esto no es una película-, dijo alguien con una voz pasada por la lupa del tiempo. Seguramente fue la misma persona que empuñaba el revólver. Quizá fue Verónica burlándose de su cobardía. Aturdido, no podía ya distinguir los sonidos que venían de la calle de los que se colaban desde el otro lado del cristal, donde una docena de entes, abstraídos en sus diligencias urgentes, formaban una muralla de indiferencia.

David había esperado este momento desde hacía algunas semanas. Cada vez que salían juntos de la universidad se entretenía en pensar que en una ciudad como Bogotá, llena de maleantes, traquetos, indigentes, asaltantes, violadores y facinerosos, llegaría el momento en que podría demostrarle a Verónica que, en lugar de felpa y estopa, por sus venas corría la sangre de un hombre como cualquiera, o mejor que cualquiera. Desde que la conoció hacía abdominales todas las mañanas, tomaba clases de taekwondo, full-contact, yoga y primeros auxilios; veía películas de Van Dame, Segal y Schwarzenegger; tomaba Pony Malta con leche y huevo crudo por las mañanas y cambió la dieta nacional, rica en carbohidratos, por una con más vegetales y proteínas que había encontrado en Internet. Sus días se habían convertido en una fase de preparación para la batalla final contra un enemigo sin rostro.

Bajó las manos con la misma parsimonia con la que las había subido. No supo a quién mirar primero. Verónica había caído en un silencio espeso que absorbió las órdenes del asaltante que sólo ella parecía escuchar. Cuando ella se giró para retirar el dinero, la redondez de sus nalgas entró nuevamente en el campo de visión de David y él entendió la imagen como una señal para actuar. Alzó la cabeza y sintió que el cañón se apretaba sin vacilación contra su sien mientras una mano blanca y huesuda se plantaba sobre su pecho, arrinconándolo contra la única pared de cemento del cajero. Dudó una vez más pero adivinó un sollozo entre el ruido mecánico del contador de la máquina que lo impulsó a encarar al maleante. Lentamente, llevando primero los ojos hasta los límites de sus órbitas, giró el torso hasta encontrarse besando el arma en la boca. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro resignado. No alcanzó a reconocer el rostro detrás de la abertura del cañon cuando un golpe de la culata sobre la cabeza lo hizo sentir que la cabina se tambaleaba hasta dar un giro arrebatado que terminó en un plano oscuro y helado.

El asaltante, siguiendo sin inmutarse la caída de David, elevó el arma a la frente de Verónica que parecía intentar cubrirse con el fajo de billetes aún calientes que sostenía entre las manos. El maleante levantó una pierna para sortear el bulto que lo separaba del botín y lo arrancó de entre los dedos reciamente apretados de la joven, quien veía entre lágrimas cómo la mano blanca y huesuda se asía con el dinero para la matrícula del semestre.

Desde el suelo David pensó que el fin había llegado y que, lo que era peor aún, era un fin macarrónico, muy alejado del epitafio que había soñado para sí. Quiso levantarse, tomar el brazo del asaltante y obligarlo a soltar la pistola con una llave marcial. Pensó que si se le enfrentaba, éste, que no esperaría semejante acto de valor o estupidez, terminaría por huir por la puerta aún abierta del cajero. Tendría que trabajar con el factor sorpresa. Así, ignorante de lo que ocurría sobre su cabeza, apretó los puños, cerró los ojos y contrajo el abdomen, se retrajo un instante y, como un resorte, se puso en pie... o casi, ya que justo en ese momento el asaltante pasaba la pierna sobre él y terminó enredándose con su espalda ascendiente, dando los dos en el suelo.

Un disparo se escapó de la mano del asaltante. Un grito de la boca de Verónica. Un gemido mujeril del pecho de David. El guardia de seguridad del banco, que ya sospechaba que algo ocurría en el cajero, se acercó corriendo y puso un pie sobre la mano armada, sin poder identificar con seguridad a quién pertenecía en medio del enredo humano que formaban David y el maleante en la estrechés de la cabina. Uno de los clientes, que seguramente había visto lo ocurrido pero sólo se decidió a actuar con la protección del guardia, se apresuró a ofrecer su mano a Verónica para ayudarla a salir del cajero. Con algo de pudor por la posición en la que se encontraban y en movimientos lentos dirigidos por la batuta de seis tiros del guardia, los dos hombres se pusieron de píe. Una vez separados, el guardia apresó al maleante a quién no tardó en identificar, dejando a David el espacio suficiente para franquear la puerta y salir. Pasó una ambulancia, pasó un avión, pasó Verónica por la mente de David y se paró frente a él en medio del andén lleno de curiosos y de policías. Se oían rumores, gritos ahogados, sirenas y, por encima de todo, una voz que repetía: “!No sea imbécil que esto no es una película!”. Esa vez fue Verónica, seguro. Sin poder detener el llanto la joven le asestó una bofetada en la cara que le dolió más que el golpe contra el suelo. “Nos pudieron haber matado, ¡idiota!”, sentenció la joven para luego ir a refugiarse en los brazos del desconocido que la había salvado de la cabina de cristal en la que David la había metido.


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