miércoles
Miedo
Desde pequeño le daba miedo salir de noche, caminar bajo las luces titilantes, que siempre ocultan más de lo que iluminan. Temía más que nada pasar sobre las alcantarillas, esas puertas medio abiertas a un mundo subterraneo del que sólo conocemos el rumor del agua que siempre parece venir de muy lejos, de muy hondo, acariciando las paredes con una parsimonia casi ritual. Se imaginaba cayendo en una de ellas sin encontrar el fondo, sólo rodeado por el agua que bajaba susurrando sus secretos. Por eso, al encontrarse una alcantarilla, se detenía un momento a escuchar. Abría bien las piernas y calculaba el espacio justo para arrodillarse y poner las manos al borde de la tapa. Estiraba el cuello e inclinaba la cabeza, acercandose sigilosamente al centro del agujero, y cerraba los ojos para seguir el recorrido de las gotas que se desprendían del torrente que las arrastraba. Esperaba oírlas estrellarse contra algo, quizás un río, o una roca, pero éstas caían dejando apenas un silbido ligero y continuo, una tras otra, confundiéndose a veces con la suma de los pasos sobre el pavimento, con las hojas que se estremecen con el viento, con las nubes que se chocan y se empujan y a veces estallan, pero nunca desaparecen. Hipnotizado por voz de la ciudad que le hablaba entre sueños, sentía la urgencia de entrar. Ya no era su oído en la boca de la alcantarilla, sino toda su cabeza hasta el cuello. Se extendía en el suelo y dejaba colgar sus brazos en el agujero, tocando con los dedos las paredes húmedas y resbaladizas como el esófago de alguna bestia que lo iba enguyendo lentamente. Cuando su estómago llegaba al borde del abismo y sus rodillas se levantaban balanceándose sobre el suelo, el sueño se esfumaba y las otras voces volvían a escucharse. Él se alejaba a rastras de la alcantarilla y, una vez se sentía seguro, se ponía en pie y salía corriendo hacia el poste más cercano, dejándose bañar por la claridad artificial del foco.
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