Esa noche Diana despertó sólo una vez pero, como siempre, regresó a la placidez e inocencia de su sueño. Me gusta como duerme, la facilidad con la que se desconecta del mundo y se entrega a sus fantasías, a sus historias imposibles que me narraba con detalle mientras desayunaba. En cambio yo no pude dejar de pensar. Había pasado varias noches de insomnio, recriminándome por lo que no fui durante el día, preocupándome por lo que no sería en la mañana. Me preguntaba si algún día no seríamos más nosotros y me encontraría nuevamente cara a cara con un Yo incompleto. Pero siempre era ella quien importaba. Y sus sueños. Esa noche, su regreso a mi lado fue abrupto, como la caída desde la cima de un enorme muro, frontera invencible entre su mundo de sueños y la realidad de nuestra cama alquilada por días. Contemplé con espanto su gesto desesperado, acompasado por sollozos que aumentaban en mí la certidumbre de su proximidad con el suelo. Luego vino el llanto. Quizá lloraba por tener que regresar a lo que eramos entonces, a esas cuatro paredes peladas de pensión en un país extraño, tan lejos de casa.
Todo esto ocurrió con la velocidad con la que el halo de las luces de un carro atravesó la ventana y se proyectó en el techo lleno de humedades. Un par de palabras que se escaparon de su boca entreabierta, aparentemente sosegadas pero sin sentido, me anunciaron que todo había pasado y que volvería a dormir. Mientras acariciaba su cabeza sobre mi pecho, miraba uno a uno los reflejos de que llegaban de la avenida y se repetían sobre un cuadro de flores tejido a punto que mediaba la pared, impidiéndome caer completamente en un sueño ligero pero entumecedor. En mi reloj eran las tres, lo que significaba que sólo tenía una media hora. Me levanté de la cama diciéndome a mí mismo que podría valerme del recuerdo de esa noche para cumplir la promesa de un siguiente día.
¡Esta vez sí!, me repetí. Las instrucciones estaban grabadas en mi mente tal y como me las había recitado el tipo de la lavandería: “Treinta mil dólares y los billetes de autobus... Hay una habitación en una pensión a un par de cuadras de la casa, te quedarás allá hasta que te lo indique... 1550 Washington St., número 5. Lo harás antes del amanecer... La puerta trasera da al callejón de la calle Cashman, es la tercera casa, justo al lado del restaurante brasileño. Sólo hay un reja que separa el jardín del callejón, mide más o menos quince pies, pero la puedes romper con esto. Al entrar por la puerta de vidrio, su cuarto está justo a la derecha, frente a la cocina. Estará solo, pero cuidado con hacer ruido, tu revolver tiene silenciador pero el hijo de puta tiene una nueve a la mano: un solo disparo suyo y, si no te mata, tendrás la policía encima en cuestión de segundos... entras, lo quemas y a correr.”
Todo estaría bien. Salí de casa antes de las cuatro y noté que el primer autobus debería estar retrasado, a juzgar por el número de gente que esperaba en la parada. Tenía tiempo de sobra. Pensé que a esa hora debería estar camino a la bodega para separar cupones de descuento para almacenes en los que nunca había entrado: diez, quince, veinticinco por ciento de descuento por compras de cien dólares o más. Ya no los necesitaría después de esto, ni la bodega, ni sus cupones, ni los descuentos. Diana y yo volveríamos a casa y tendríamos suficiente dinero para pagar el precio completo y en efectivo. Compraríamos un apartamento, un carro nuevo y haríamos el amor en nuestra propia cama, una cama en la que ella podría volver a sus ensoñaciones de siempre, no a esas pesadillas de rejas y perros rabiosos que salían de entre los matorrales a cazarla. ¡Esta vez sí!, me repetía, Diana no tendría que volver a saltar el muro, ni a llorar en la madrugada.
Ya se acercaba la hora; eran las cuatro y media y yo estaba parado en la esquina del restaurante. El callejón era estrecho pero se hinchaba con la claridad delatora de un farol que se escurría por entre los enrejados. Uno, dos, tres jardines y la reja que me mira petulante desde sus quince pies. En el morral tenía la pistola y un cortafrío, también una la máscara que me había dado el de la lavandería pero que no quise usar por que me sentía ahogado. Observé el enrejado como un obstáculo más que tendría que saltar para cumplir con la promesa del regreso, pero esta vez no estaba seguro de tener fuerzas para seguir. No tuve tiempo o paciencia para cortar el tejido de alambre y mi caída desde la cima del enrejado fue tan violenta como la de Diana desde su muro de delirios.
No sé cuanto tiempo duré tendido en el suelo pero, al levantarme, el mundo a mi alrededor se hizo plano y brillante como una pantalla en la que se proyectan las imágenes de una película sobre la que no tenía ningún control, una serie de cuadros erráticos que se sucedían, que se suceden aún aparatosamente en mi cabeza: ¡Maldita sea! No me duele, no me duele nada. Es sólo una mancha roja en la frente que me persigue y marca mis pasos, pero nadie la va a notar. El cortafrío otra vez en el morral, ahí donde está máscara, también la pistola. La puerta no tiene seguro... despacio, muy despacio. Shhhhh, que no suene el piso, por favor, que no suene tanto. La mancha casi no me deja ver, está en mis ojos, en mis manos y ahora también en la manija de la cerradura. Ya estoy adentro y no hay nadie en la cocina. Oigo una respiración, es la mía, siento como si tuviera la máscara metida en la garganta. “Lo quemas y a correr.” Eso dijo, así de fácil (veo rojo, no veo nada) es la puerta a mi derecha... Hay una línea de luz opaca que se amplía a medida que los objetos durmientes se reafirman en sus siluetas apenas perceptibles. Una silla, una cortina, una mesa, una cama, una frazada medio caída y la hendidura en la almohada que aún no recupera su forma... ¡No, no está! El piso que se desbarata a cada paso y el hijo de puta no está aquí... Otra puerta. Debe ser el baño, ¡está en el baño! ¿Dónde más? Shhhh, que no me oiga. No me duele, no me duele nada, tengo calor, veo rojo y él está en el baño... Calma. ¡Abrir la puerta y un solo disparo! “Lo quemas y a correr”. Respira, no seas tan pendejo. Uno, dos, tres...
La pistola tenía silenciador y nadie oyó el disparo.
Son las ocho de la mañana y estoy a unos pasos de la pensión, estancado en el mismo recuadro de cemento sobre el andén, incapaz de cruzar la línea al siguiente espacio. Llevo meses viviendo la misma fotografía de mi rostro en descomposición reflejada en la ventana del restaurante brasileño. A mi alrededor, los demás son imágenes confusas de ciudadanos respetables que ni siquiera me esquivan al pasar. Sólo ella, Diana, fue capaz de verme a los ojos cuando me cruzó corriendo de camino a la estación. ¡Cuanta valentía y cuanta sinceridad se requiere para ver a alguien a los ojos en lugar de buscarse a sí misma en un espejo! Me duele, me duele mucho su mirada, pero éste es sólo el principio de un día más de esperar hasta que llegue el momento de reencontrarme con ella allá en el sur, al otro lado de ese muro que nos separa de ese Nosotros que fuimos alguna vez. Hasta entonces el recuerdo de una noche servirá para cumplir la promesa de toda una eternidad.
martes
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