martes

La bala perdida

La bala entró por la parte frontal del cráneo, dejando un círculo de piel chamuscada, justo en la mitad de la frente, en el lugar mismo donde comienza la percepción. Tomó las cosas mejor de lo que esperaba y sólo tardó un minuto para hacerse una idea de lo que ocurría a su alrededor. Lo primero que notó fue el hilito rojo que se estiró por su rostro hasta encontrar los labios, pasando por la lengua adormecida para enredarse en la barba de un par de días. En un examen preliminar se tocó la muñeca izquierda con dos dedos y miró el reloj, hizo un conteo rápido de sus pulsaciones encontrando que el impacto aún no alcanzaba a afectar su habilidad de contar o de leer el paso del tiempo en una máquina de movimientos japoneses. Así las cosas, decidió que era conveniente salir del apartamento por sus propios medios, evitando, eso sí, hacer esfuerzos innecesarios como cerrar la puerta a su paso o buscar un cigarrillo. Cualquier abuso en su condición podría significar una muerte rápida e insípida y él quería disfrutarla como el sabor de la sangre en su boca.

Ya afuera, miró de nuevo el reloj y encontró con desilusión que aún tenía mucho tiempo que matar (la ironía de la expresión le causó cierta gracia): matar el tiempo, quitarse el reloj y meterlo en un bolsillo, ignorarlo, quedarse quieto, no cruzar la calle y ver como la luz roja en la otra esquina detiene su titilar y ya nadie mira a lado y lado antes de iniciar la marcha. La otra acera puede esperar porque el tiempo ha muerto y en este lado se está bien. Quiso sentir su pulso una vez más pero fue inútil, ya no sabía contar, tampoco estaba el ritmo del segundero para marcar el paso. La bala había llegado a esa parte del cerebro que rige la continuidad de las cosas. Desafortunadamente la memoria es persistente y está fuera del tiempo; los recuerdos seguían ahí, resistiéndose a abandonar la calidez de su cuerpo.

Caminó por un rato y pensó en cuál sería el mejor lugar para disfrutar a gusto y sin interrupciones su propio deceso. Sabía que el alcohol, como buen desinfectante para las heridas, causa una sensación de ardor que hace recoger los músculos de todo el cuerpo, apretar la mandíbula, fruncir el ceño y, en algunos casos, que los ojos se agüen, justificando así el vergonzoso acto de llorar. Decidió que el pub irlandés de la calle Stanley estaría bien, considerando que los irlandeses no se sorprenden al ver sangre gotear de la barba de un hombre en un bar. Al llegar allí ordenó un whisky e intentó seguir la música con un movimiento de su pie derecho mientras ingería el líquido a sorbos regulares para no levantar sospechas. En los pocos segundos que duró el silencio entre I don't want to be your dog y Sunday bloody sunday, recordó el círculo perfecto, el hilito de sangre, el cañón. Vislumbró el revólver, Smith & Wesson, .29 niquelado con empuñadura cuadrada, bellísimo. Todavía estaría tirado en el piso junto a la cama, junto a los trozos de vidrio sobre el tapete y el agujero en la pared rodeado por lo que fue el marco de un espejo. Para el principio de The girl in the dirty shirt, recordó también el dedo apretando el gatillo, la penumbra que llenaba la habitación, la puerta abierta. Con una segunda copa alcanzó el efecto deseado: entrar de vuelta en su propio cuerpo, reencontrarse con las agrieras, los escalofríos, el mal aliento, la incomodad de una bala perdida en algún rincón de su cabeza sin cumplir con su cometido. Se sintió mal y salió de nuevo a la calle.

Quiso regresar a casa pero ya no recordaba el camino. Cualquier calle podría ser el final del recorrido, Cul de Sac, Dead End. Todas las luces rojas adelante y ninguna señal que le indicara el sur. La nieve ya había cubierto el rastro de sangre y saliva; dos años, tal vez dos siglos de dejar recuerdos como mojones en el desierto pero en Montreal había tantos de estos hitos dejados por otros que era fácil tomar la senda de otro desamor u otro destierro y terminar llorando por la raza humana en conjunto. Se detuvo en una esquina para darse algo de confianza. No sé por qué (tampoco él lo sabía) se sintió bien al saber que la bala continuaba rebotando de un lado a otro entre su cabeza; quizá ya había bajado al hígado, al páncreas, a las rodillas, y entonces la muerte era tan inevitable como el hilito de rojo, como dejar la puerta abierta, como matar tiempo.

Pensó en el apartamento y en la puerta que seguía abierta, tal y como ella la había dejado. ¿Por qué no la cerró? ¿No hubiese sido más fácil para él la puerta cerrada en lugar de la silueta que se pierde por las escaleras dándole la espalda? A lo mejor él hubiera hecho lo mismo si ella le hubiese pedido que se marchara. Quizá debió ser él quien saliera primero, pero fue Claudia quien ofreció marcharse. Siempre la buena de Claudia que le dio todo y él queriendo más. Él mismo se lo había hecho saber a la hora de la cena: tanto había dado que no había ya nada que él pudiese querer de ella, estaba seca como el pedazo de carne que comía con desgano. Nunca le dijo que era él quien moría, que ya no tenía más que dar y se hastiaba de recibir. Seguro que ella lo hubiese comprendido y en un acto de amor le habría volado los sesos con el 29 pero sólo se limitó a entregarse nuevamente, a continuar el duelo que él había propuesto.

Recordó el último encuentro, el rostro pálido y ella sentada en la cama con el arma en la mano. – ¿A quién quieres matar?- preguntó él. El silencio. El llanto. No más preguntas. Claudia se incorporó, dio dos pasos hacia él y deslizó el cañón por su cara, el cuello, el lado izquierdo del pecho, y descansó por un par de segundos en el ombligo. – A nadie que no estuviera ya muerto- respondió –fue un fallido intento de eutanasia-. Los dos rieron por un instante, él le tomó la mano armada haciéndola a un lado y se acercó para besarla. Claudia le pasó el brazo por el cuello y se colgó de él, dejándose caer hacia atrás sobre la cama. Fue difícil despojarla del arma que se interponía entre ellos mientras desapuntaba la blusa, el sostén, el broche doble de la falda de paño. Era como quitarle la piel a una serpiente convulsa, cuya cabeza era el 29 que se movía de un lado a otro amenazando con pegar una mordida azarosa. No alcanzó a notar en qué momento superaron aquel milímetro entre el dolor y el placer. Estaba entre golpes del revólver contra la espalda, la mandíbula, las caderas; estaba entre los labios desquebrajados por el invierno y los gritos (¿de placer?); un duelo a muerte que ninguno de los dos quería ganar, pero, como todos sabemos, existen las reglas en el combate. El arma cayó junto a la cama y el pugilato continuó en una lucha cuerpo a cuerpo que el perdía con cada quebranto que infringía en ella. Entre tanto, el espejo, como todos los espejos, era testigo silencioso de su ignominia para convertirse más tarde en el juez implacable de su crimen.

Pensaba esto cuando se halló frente a su apartamento. Una vez adentro se dirigió a la habitación y se sentó sobre la cama. Pensó que la idea de que las piernas se le entumían y los brazos se hacían más pesados eran efectos secundarios de la hemorragia que supo ignorar. Ahora sin el tiempo temía que su muerte no llegaría jamás. Decidió revisar de nuevo su pulso y confirmar que el alcohol afecta el ritmo cardiaco, luego sacó el reloj de su encierro y echó un último vistazo a la hora antes de recoger el 29. Al incorporarse encontró su propio reflejo en un trozo del espejo que aún colgaba de la pared pero ya no vio el círculo de piel chamuscada ni el hilito de sangre. Como la serpiente que se enrosca en el cuello de su víctima y la asfixia hasta que el reloj se detiene, su memoria lo ahogaba. Empuñó el arma y cerró los ojos. La bala entró por parte frontal del cráneo, dejando un círculo de piel chamuscada justo en la mitad de la frente, en el lugar mismo donde comienza la percepción, y esta vez no hubo más tiempo.

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