Una vez más la almohada había quedado cubierta de una capa de suaves filamentos enmarañados que a él se le antojaba cada día más extensa sobre la superficie blanca de la funda. Sin tiempo para detenerse a lamentar su paulatina pérdida, salió de la habitación intentando no hacer demasiado ruido para no despertar a Penélope que dormía ajena a su malestar, sin notar siquiera su ausencia del lecho tal vez demasiado grande o demasiado antiguo. Al regresar del baño, se percató de que el abyecto tejido había desaparecido del trasfondo algodonado donde hacía unos minutos se le había presentado con la procacidad de un mal presagio. Removió suavemente las sábanas, miró bajo la almohada y en el piso junto a la cama; intentó recordar si tal vez ya había estado ahí con el recuadro ultra absorbente de los mil usos para reclamar la evidencia de su menoscabado orgullo, pero, a menos que también estuviera perdiendo la memoria, había hecho un sólo viaje de ida y regreso a la ducha, donde sí se había servido de dos vueltas de papel higiénico para retirar de la boca del drenaje los residuos rechazados de su cabellera.
Apremiado por el parpadeo de dos puntos rojos entre las cifras mínimas de una hora indecente, se perdió en el armario y, rechazando el vestido y la corbata fúnebres que colgaban de un gancho tras la puerta, sacó el pantalón de pana, la camisa polo de rayas y la chaqueta deportiva sin estrenar que Penélope le había regalado para su cumpleaños. Antes de salir de su casa se dio cuenta de que sobre la consola había un espejo ovalado rodeado por un elegantísimo marco de madera, cuya aparición atribuyó al buen seso y exquisito, pero costoso, gusto de su mujer.
No menos desilusionado que la mañana anterior, encontró nuevamente el revoltijo de su cabellera perdida ensombreciendo la blancura de su almohada. Sólo para estar seguro del destino de sus despojos, salió directamente a la cocina y regresó con dos hojas super resistentes con las que no pudo sino restregarse los ojos ante la profanación de sus restos. Miró a Penélope con desconfianza, pero esta dormía profundamente dándole la espalda. Repitió las pesquisas al rededor de la habitación y una vez más abandonó su búsqueda con resignación ante la incisiva oscilación de los dos putos que lo empujaban a la calle. Después de apurar un café con tostadas y echar un último vistazo por la alfombra, se detuvo unos segundos frente al espejo, dejándose desanimar por las formas dilatadas que se forraban en la camisa de cuadros y el pantalón de dril.
Esa noche regresó vencido por la lasitud del trabajo y la odisea del tráfico capitalino que, muy seguramente, tenía su parte de culpa en la mengua de su melena. Ignoró con un rodeo forzado el espejo de la entrada y subió a la habitación, algo sorprendido por la quietud de la casa, normalmente inundada por el olor de la cena y el revoloteo histérico de su mujer intentando dar fin al ciclo estéril de sus labores domésticas. Efectivamente no se cruzó con ella por las escaleras ni por el pasillo, tampoco estaba en el baño ni en el estudio. Cuando entró en la habitación, advirtió un silencio lúgubre entre la penumbra que sólo dejaba ver las formas más familiares de su cama, su mesita, el armario y el tocador, pero no la de Penélope. Estiró una mano para encender una lámpara y descubrió, sintiendo una aprensión similar a la de sus mañanas frente a la almohada, un recuadro blanco con diseños florales en bajo relieve que servían de fondo a una escritura conocida. Tomó la nota entre sus manos y se sentó en la cama, sin notar la mullida textura del cobertor tejido con finos hilos de color castaño cenizo oscuro que la cubrían.
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