Ella, agradecida, le dio un último beso en la boca y atravesó el portal sin darle tiempo siquiera para terminar de cerrar la boca y abrir los ojos. Él vio, entre enternecido y desilusionado, como su sombra se perdió en el recodo de las escaleras y con ella la ilusión de una noche de sexo salvaje que se había insinuado con vehementes palabras durante la velada. De camino a su casa se consoló pensando que era culpa del ciclo lunar, estrechamente ligado al ciclo reproductivo femenino y, mirando el cuarto creciente que colgaba en cielo, se dijo que seguramente era cuestión de tiempo.
Unos días más tarde se volvieron a ver y después de cenar y tomar una copa tranquila en un café -porque el día siguiente sería martes y había que trabajar- volvió a acompañarla a su casa, solo que esta vez ella no cerró los ojos ni le ofreció los labios para despedirse como las últimas veces, sino que le tomó la mano invitándolo a pasar. Una vez entraron al apartamento, ella se abalanzó sobre él como si fuera a extirparle la cabeza de un mordisco: le quitó la chaqueta, le arrancó los botones de la camisa, la hebilla del pantalón, los zapatos, los calcetines, la ropa interior, lo tiró sobre el sofá que mediaba el salón y se le montó encima. Él, todavía sin comprender, con la vista nublada por la excitación y la transpiración del ajetreo, sintió una fuerte presión en la mitad del cuerpo, como si la mujer menuda y delicada que convulsionaba enloquecida sobre él ganara un peso descomunal que amenazaba con partir el sofá en dos, y, de paso, la cintura que tenía estrujada sin contemplaciones entre las piernas.
Con los ojos aún humedecidos por el sudor, o quizá por la inminencia del llanto, el hombre distinguió la silueta de la bestia que se desvelaba en frente suyo, encima suyo, con la boca abierta en un ángulo imposible que dejaba ver una dentadura afilada de la que sobresalían dos pares desmesurados de caninos, como barrotes de una celda en la que alguien había encerrado una lengua larga y oscura que se movía aberrante entre las fauces. Él cerró los ojos y volteó la cabeza contra el respaldo del mueble que estaba a punto de colapsar, como si buscara escabullirse por entre los cojines y alejar de sí las garras que, suspendidas en el aire, oscilaban en peligrosas aproximaciones a su pecho desnudo, mientras sus brazos, insignificantes junto a los de ella, no atinaban a protegerlo. Ya en el suelo, con un resorte clavado en el costado, las piernas entumecidas y los ojos brotados por la falta de aire, él lanzó un grito agudo y entrecortado que ella supo acompañar con un gemido gutural que se apagaba lentamente hasta acabar en un leve suspiro.
Cuando hubo recuperado el sentido, aunque no del todo la dignidad ni las fuerzas, el hombre se quedó absorto, sin atreverse aún a abrir los ojos, al sentir la humedad de un cuerpo blando que se frotaba asiduamente contra su mejilla y el aliento tibio de otro ser viviente que respiraba sosegadamente a su lado. Después de unos minutos el terror fue degenerando en una cierta curiosidad, sobre todo al sentir la suavidad y levedad de la mano que, a pesar de cruzarle el pecho, no le lastimaba demasiado las heridas. Entonces decidió abrir un ojo, levantando un poco la cabeza, y vio una mano delgada y suave que descansaba impasible sobre su hombro izquierdo. Al abrir el segundo pudo seguir la trayectoria del brazo y percatarse, con cierto alivio, de que éste estaba unido naturalmente al cuerpo, igualmente delicado y hermoso en su quietud, que sólo unas horas antes había deseado poseer.
Invadido aún por el temor de lo que había experimentado la noche anterior, cuya veracidad pudo comprobar por la evidencia de los multiples dolores a lo largo y ancho de su fatigada humanidad, decidió quedarse inmóvil para no desatar un nuevo ataque de furia de la afable criatura que lo asía entre sueños y suspiros. Pensó por un momento en la conversación que sostuvieron unos días antes en el restaurante al que la había invitado. Recordó las miradas lascivas, los roces aparentemente involuntarios de sus piernas, sus manos que cubrían, sin dificultad pero con primor, las que ahora lo aprisionaban a él con la amenaza latente de una nueva y dolorosa transfiguración. Finalmente sus evocaciones se detuvieron en la respuesta, un poco obscena incluso para él, que le había dado cuando ella le preguntó lo que le haría si decidiera acostarse con él esa noche. Claramente hubo mención a movimientos espasmódicos, fricciones acaloradas, contorsiones, estrujamientos, mordeduras, arañones, golpes ligeros pero contundentes en algunas tiernas regiones de su cuerpo y, seguramente, uso de elementos varios ajenos a su morfología. Irónicamente él pensó que se había sobrepasado en sus proposiciones cuando ella, con un gesto de frustración, le dijo que esa noche no podría estar a la altura de sus expectativas, pero había recuperado la esperanza tras el beso de despedida que ella le había dado en el portal. Desatendiendo la posible conexión entre sus fantasías de aquella noche y el imposible realismo de la última, mientras caía suavemente en el letargo de un sueño pesado y tranquilo, pensó que, antes de hacer una próxima cita, sería prudente consultar el Almanaque Bristol, por si acaso.
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