viernes

La maestra

Cerró con llave la puerta de su habitación y buscó en el armario el álbum de fotos, único vínculo material con su antigua vida. Tuvo que hacer la cuenta para imaginar cuántos años tendrían hoy esos pequeños por quienes derramó tantas lágrimas al partir. No pasaba un día en que no pensara en ellos y, sin embargo, la única imagen que le venía a la cabeza era la de las cajas pintadas de blanco, aún sin secar, alineadas sobre el suelo, cada una sosteniendo una fotografía que simulaba ser el reflejo del rostro pálido detrás del cristal.

Hacía tiempo que no podía recordar el edificio de la escuela primaria de otra forma que no fueran las ruinas después del bombardeo. Había olvidado las paredes de su clase de inglés, cubiertas con afiches de películas, de cantantes famosos, de animales sobredimensionados que cantan y bailan, y hablan del poder de la imaginación. Tampoco recordaba los dibujos de padres, madres y hermanos cabezones cogidos de la mano junto a una casa llena de flores sobre la que siempre brilla un sol a veces rojo, o amarillo o púrpura pero siempre sonriente: “I love my dad and my mom and my litle bother”; “The sun is up today”; “My home have two windows and one door”.

Muchas veces deseó que los responsables, aunque fuera por omisión, vivieran en carne propia su dolor; pero con el tiempo aprendió a no confundir venganza con justicia. Sus lágrimas eran doblemente amargas y su remordimiento más fuerte que el rencor. Apretó el álbum contra su pecho y de rodillas alzó una plegaria a cualquier Dios que la quisiera escuchar, pidiendo también por las almas de esos niños a quienes nunca conoció. 

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