viernes

Adela

Adela se llevó la mano a la cara y agachó la cabeza. Sus lágrimas nada tenían que ver con ese golpe, eran de un dolor más profundo, más antiguo; un dolor que sale del pecho y se atora en la garganta sin encontrar más escape que un débil sollozar en silencio. Lisandro presenció la escena desde su ventana y sintió él también un dolor pero esta vez no quiso aguantar. Bajó las escaleras e interceptó a Máximo junto al portal, se paró frente a él y sin mediar palabra le asestó un puño en la mandíbula con su mano izquierda. No esperó a que su rival caído pudiera reaccionar, se empotró sobre su costado y uno a uno dejó caer una sarta de golpes cada uno más fuerte que el anterior, hasta que un impacto contundente sobre la nuca lo dejó sin sentido en el suelo. Adela, con los brazos aún tensionados por el peso de la roca miró al cielo y pegó un alarido feroz que aumentó el corrillo de curiosos que se había armado al llamado de “¡pelea!” Las lágrimas le resbalaban en cascada por las mejillas a la vista de todos mientras se abría camino calle arriba hasta perderse para siempre más allá de la avenida. Han pasado muchos años. Los hermanos Arteaga todavía no se hablan y aún hoy todos dicen que es culpa de una mujer que se llamaba Adela.

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