Adela se llevó la mano a la cara y agachó la cabeza.
Sus lágrimas nada tenían que ver con ese golpe, eran de un dolor más profundo,
más antiguo; un dolor que sale del pecho y se atora en la garganta sin
encontrar más escape que un débil sollozar en silencio. Lisandro presenció la
escena desde su ventana y sintió él también un dolor pero esta vez no quiso
aguantar. Bajó las escaleras e interceptó a Máximo junto al portal, se paró frente
a él y sin mediar palabra le asestó un puño en la mandíbula con su mano
izquierda. No esperó a que su rival caído pudiera reaccionar, se empotró sobre
su costado y uno a uno dejó caer una sarta de golpes cada uno más fuerte que el
anterior, hasta que un impacto contundente sobre la nuca lo dejó sin sentido en
el suelo. Adela, con los brazos aún tensionados por el peso de la roca miró al
cielo y pegó un alarido feroz que aumentó el corrillo de curiosos que se había
armado al llamado de “¡pelea!” Las lágrimas le resbalaban en cascada por las
mejillas a la vista de todos mientras se abría camino calle arriba hasta
perderse para siempre más allá de la avenida. Han pasado muchos años. Los
hermanos Arteaga todavía no se hablan y aún hoy todos dicen que es culpa de una
mujer que se llamaba Adela.
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