Como
todas las noches durante los últimos tres años de viudez, Ernesto se preparó un
sándwich de jamón tipo York y una taza de café para cenar. Se sentó frente al
televisor y sintonizó las noticias de las diez. Fue testigo de su sexta
invasión a un país del Medio Oriente; el noveno tiroteo en un lugar público en
Estados Unidos; el decimoquinto secuestro de extranjeros, empleados de alguna
empresa energética, en América Latina; la vigesimosegunda rebelión en algún
rincón de África; el trigésimo-quinto ataque cibernético a alguna agencia
gubernamental europea o norteamericana; la firma del cuadragésimo acuerdo
comercial internacional; el quincuagésimo-tercero descubrimiento científico que
revolucionará el mundo; el sexagésimo-segundo divorcio de un artista famoso;
la septuagésima-cuarta catástrofe natural; el octogésimo escándalo de corrupción política; y la primera renuncia papal… A la
mañana siguiente, después de ocho horas de sueño renovador, recogió la libreta
donde apuntaba y clasificaba las catástrofes diarias y la puso de vuelta en el
cajón de su escritorio. Salió a la calle y mirando a su alrededor, respiró
profundo. Emprendió su camino a su trabajo satisfecho de ver que, a pesar de
todo, el mundo todavía estaba allí.
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