domingo

Faltan...

5
Pegados al muro, cada uno se aferraba en silencio al calor que emanaba su respectivo vaso de plástico (para la mayoría la primera bebida caliente que ingerían en todo el día) hasta que el eco de un caminar inseguro se coló por la entrada del callejón. Todos se dieron vuelta para ver al recién llegado; estaba perdido, no había otra explicación. Nadie movió un músculo pero en sus escondites los puñales temblaron al unísono. – Feliz año – dijo el extraño. – Feliz año – respondieron los otros y se miraron entre sí. Efectivamente, ya casi eran las doce.

4
Era igual a los demás, por donde quiera que lo mirara, en el tamaño, en el olor, en la textura. Sólo una cosa lo haría verdaderamente especial: que esta vez sí fuera el último. Lo envolvió con delicadeza en un pañuelo y, uno a uno, fue rompiendo los doce cigarrillos que quedaban en el paquete.

3
Con los resultados en una mano y el teléfono en la otra, Rocío se sentía incapaz de dejar que el tiempo decidiera por ella. Puso el auricular en su lugar sobre la mesa de noche e hizo que la llama de una vela guardara el secreto de su embarazo. En sus cartas de despedida le agradecía infinitamente a sus padres por todo lo que le dieron y a su novio por el tiempo que estuvieron juntos; los exoneraba de toda culpa y les pedía que, pasara lo que pasara, no intentaran buscarla.

2
-       Ya nos toca bajar, se van a dar cuenta.
-       ¡No!, espere, no pare, por favor.
-       Pero doña Leticia, ya debe ser media noche.
-       Cállese un ratico, ¿sí? Vea que ya casi.
-      
-       Donde… donde venga su… me… nos va a matar.
-      
-       Yo… yo ya…
-       ¡Ahhhhhhhhhh!
-       ¡Agrrrrrrr!
-      
-      
-       Yo bajo primero. Pásese por la cocina y búsque las botellas de champaña antes de salir, ¿vale?
-      
-       Feliz año, Juanchito. Y gracias.

1
Al oír el timbre, la señora Gardeazábal se apresuró a bajar las escaleras intentando acomodarse el vestido lo mejor posible. Ernesto, su marido, volvió a poner el pañuelo en el bolsillo del pecho de su chaqueta y al ver a su mujer salió a su encuentro casi en frente de la puerta. Era Ricardo, el novio de su hija, estaba pálido, y sus lágrimas se confundían con las gotas de sudor y de lluvia que le escurrían por los mechones aplastados sobre la frente. – ¿Qué le pasó, mijito, está bien? – preguntó doña Leticia dándole un empujón a su esposo para que saliera de su estupor e hiciera algo para socorrer al joven que sollozaba en el umbral. El señor Gardeazábal se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros desnudos de su yerno, guiándolo al interior de la casa donde una docena de invitados, cada uno sosteniendo un plato con uvas y una copa vacía, se quedó mirándolo de pies a cabeza. – Rocío… Rocío… ¡Rocío! -, gritó doña Leticia en su carrera desordenada por la casa. – Juan, ¿no ha visto a… – la música, la pólvora y la algarabía que venían de la calle cubrieron sus gritos cuando, al entrar en la cocina, la madre angustiada sólo encontró los tres sobres junto a la botella de champaña aún sin destapar en el centro la mesa.

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