domingo

La soledad

“Somos todos repugnantes, somos
todos maravillosos y repugnantes.”
Alessandro Baricco

El teléfono sonó tres veces antes de que la contestadora soltara de un solo impulso su retahíla: “Bonjour! Je ne suis pas là pour le moment mais laissez-moi un message. Merci!” Unos segundos para disipar la duda y luego el silbido agudo como el punzón de una aguja. -Hola, Helena, soy... lamento mucho que... es decir, es una lástima que no pudiéramos encontrarnos esta noche, pero espero que la pases muy bien y, pues... - otra vez el silbido, ya no como una aguja sino como la hoja de una guillotina. Ni modo de volver a marcar. Había pasado una semana, un poco menos quizás. Otro mensaje sería demasiado. Sólo habían tenido un encuentro sin mayores consecuencias, una conversación insípida y acelerada en la que él trató de sacar provecho de cada palabra, de cada pregunta, de cada gesto. Se había lanzado a una partida contra-reloj, saliendo con blancas, planteando su estrategia, sacando los peones como anzuelos en espera de una abertura propicia, sin percatarse de la silla vacante al otro lado del tablero.

Patético, como salir a la calle con un tanque de oxígeno y las aletas en los pies por si en una de esas se abren los cielos y el diluvio universal arrasa con todo. Se sentía solo de antemano, el último hombre sobre la tierra esperando encontrar la pareja de su especie. Así andaba cuando le hablaron de ella. La descripción que había escuchado sonó como una campana de alerta: todos a sus puestos, levantad el ancla, izad las velas, All hands ahoy! Alguien había sido tan elocuente, tan detallado, tan afable, que poco importó que nunca la hubiera visto, encajaba perfectamente en el perfil. Sólo quedaba conocerla, presentarse ante ella con la naturalidad del cartero invisible que durante años deja la correspondencia en el buzón hasta que, un día, toca a la puerta saludando sonriente y familiar -amigo de toda la vida- satisfecho de saber que en sus manos sostiene un paquete que quizás se esperaba con ansias o, a lo mejor, sería una sorpresa que alguien ha enviado desde muy lejos, otro país, otro tiempo.

La víspera del primer encuentro, poco a poco, fue dándole forma: un collage de rostros conocidos y miembros dispares que se sostenían con la armonía de una ciudad vista de noche desde un mirador, puntos de luz esparcidos por la oscuridad que oculta el caos del día. Se la imaginó como la chica en un autobus de Nueva York, quien con sólo separar los labios, en un gesto más torpe que sensual, hizo que un pobre ayudante de imprenta solitario se enamorara perdidamente de ella en un cuento de J.D. Salinger. Pero ese cuento termina mal o, peor, no termina. Ahora, supongo -como quizás él supuso- uno se enamora incluso antes de darse cuenta. El amor es como un parásito que inocula un cuerpo indefenso o predispuesto a albergarlo, arma campamento al calor de la fiebre inútil, se alimenta y crece mientras la víctima se debilita, perdiendo la voluntad y la razón. Cuando no hay nadie con quien compartir la enfermedad, ésta empieza a carcomer los órganos, a llenar el cuerpo de un líquido amargo y espeso. Si, por otro lado, ese amor, siempre sobrevalorado, encuentra salida en otro cuerpo, circula libremente en intercambio de fluidos y afectos, palabras, caricias y fricciones, el ardor de las primeras semanas, quizá meses, va purgando poco a poco a los enfermos, desapareciendo en residuos rutinarios y anodinos que se parecen más al aprecio, la camaradería o al simple compromiso.

El día que se la presentaron estaba agonizando, casi dispuesto a darlo todo por la panacea que curara su soledad. Echó mano de todas las herramientas disponibles: naturalidad, confianza, humor, intelecto; ingredientes paradigmáticos de la conquista que de no mezclarse en su justa medida pueden causar el efecto contrario, producir una pócima abyecta que unge al alquimista inexperto con una capa repelente. Un amigo en común se prestó para hacer de puente que permitiera el acercamiento. Todo parecía encuentro fortuito y él dejó caer un saludo como se deja caer una hoja o un pañuelo, casual pero convenientemente para llamar su atención sin espantarla. Era más guapa de lo que había imaginado. Supo entonces que era lógico -si me permiten ponerlo en esos términos- que fuera ella la que completaba el rompecabezas que había armado en su mente. El cabello negro y liso, los ojos claros, dulces y brillantes detrás de los lentes, la sonrisa tímida pero honesta, el cuerpo menudo y fino que hacía juego con sus ademanes de princesa adolescente. No podía sino imaginar las manos blancas y delicadas acariciándole la cabeza recostada en el regazo tibio y ligeramente mullido; los labios temblorosos que se dejaban hacer por los suyos; el vientre, mediado por una joya que insinuaba apetencias más osadas, deslizándose por su cuerpo en espasmos rítmicos... Se sentía como un biólogo en frente de una especie nueva, deslumbrante, casi mitológica, de la cual sólo se escuchaban rumores o conjeturas pero nunca se había encontrado una prueba contundente de su existencia. La emoción de tenerla enfrente, tan cerca que sólo bastaría con levantar la mano y rosar la blancura de su piel, bañada de un aura casi onírica, le hacía dibujar una sonrisa a la vez nerviosa y satisfecha, difícil de ocultar con comentarios esforzados y bromas aprendidas y ensayadas.

La conversación fue tan insipiente que lo único que puede anotarse a su favor fue haber mencionado el festival de cine que se acercaba -uno de tantos que había ese año- lo que suscitó en ella un interés que él interpretó como una señal de que no todo estaba perdido. Ambos acordaron que tal vez se toparían en una de las películas; nada concreto. Claro está, esa posibilidad no era suficiente. Ahora que la había visto buscaría la forma de encontrarla, siempre distraído, casi con prisa, fingiendo no percatarse de su presencia hasta que ella pudiera pensar que en realidad la había olvidado. Luego se acercaría y la miraría con una expresión de duda que se fuera transformando lentamente en reconocimiento. El festival sería, por su puesto, el nexo más fuerte que lo mantendría a flote. Antes de despedirse quiso hacer un último intento. Quizás a ella le interesaría formalizar el encuentro para ver alguna de las películas, podrían incluso cambiar emails o, a lo mejor, concretar una hora y un día. ¿El miércoles, tal vez? No estaría mal, la película de ese día parecía interesante y, además, podría invitar a alguien más, si le apetecía. Eso sería suficiente, la anticipación lo mantendría en pie durante el fin de semana y le permitiría disfrutar de la fiebre y del sabor amargo de su enfermedad con cierta complacencia.

Todo esto ocurrió tal y como lo había planeado. O casi. Sólo un detalle se le había escapado por ser un triunfo tan improbable. No se imaginó, no se atrevió a imaginar, que ella pudiera darle su número de teléfono. Y lo hizo. ¿Por qué, por qué, por qué? se preguntó él esa tarde, y al día siguiente, y el domingo. Obviamente ella no podía saber lo que eso significaba. La distancia de seguridad que se había impuesto entre los dos había sido franqueada por la combinación arbitraria de diez cifras que cerraba todas las puertas de escape. La improbabilidad del encuentro, la posibilidad del contacto virtual por Internet, la idea de que tal vez pudieran tomar algo después de la película y, protegido por la presencia accesoria de otros en la misma mesa, propiciar el siguiente asalto, habían calado perfectamente en su consciencia como el trámite normal de su acercamiento. Pero un número de teléfono significaba que el azar ya no podría jugar a su favor. Una llamada era una apertura riesgosa, casi suicida para sacrificar la dama por un peón. Tendría que ser cauteloso, discreto, sensato, no podría invadir su espacio, perturbar su rutina o interrumpir su trabajo sin tener una idea, una excusa creíble, un motivo ineludible que justificara una llamada.

Sólo hasta el lunes logró convencerse de que podría esperar al día de la cita para marcar. El martes se sintió reconciliado con la vida. Afuera el sol brillaba, reflejando sus rayos sobre la nieve que cubría todo a pesar de estar a sólo unos días del inicio oficial de la primavera. El frío era apenas soportable, pero su súbito entusiasmo parecía ser patrimonio compartido de toda la ciudad. Las calles estaban llenas de gente, hombres, mujeres, niños, viejos, solos o en parejas, algunos dejándose arrastrar por sus mascotas sobre las aceras aún congeladas; reían y conversaban, levantando los pálidos rostros al sol que ya dejaba caer su aliento tibio sobre el norte castigado durante meses por el invierno. Era por esos días del mes de marzo que la ciudad entera se tomaba las calles en un acto de reapropiación del espacio, de reivindicación de la vida que estuvo suspendida o menguada y que brotaba de nuevo, a pesar del hielo, del viento frío, de las múltiples capas de ropa. Caminó hasta la universidad, silbando una tonada desafinada pero emotiva; era el himno de su alegría con el que marcaba un paso sereno y firme con pequeños saltos intercalados, como si en cualquier momento pudiera despegarse del suelo y salir volando. Caminaba entre la gente atrapando el aire en su pecho y devolviéndolo en una exhalación de su espíritu en comunión con sus semejantes, con las palomas, las ardillas, los perros callejeros, las ratas, las cucarachas, los parásitos, las amibas; todo ser viviente era parte de él, una extensión de su cuerpo, un instrumento de una orquesta que tocaba una sinfonía nueva, inclusiva, equitable, orgánica, biodegradable...

El día transcurrió con total normalidad, sus clases fueron animadas, dinámicas, interesantes. Sus alumnos parecían más atentos, más despiertos, incluso sintió por primera vez que podía comunicarse con esos desconocidos que normalemente lo miraban con anticipación y escepticismo, como si en lugar de enseñarles español estuviera intentando venderles una aspiradora. Pensó incluso que podría alentarlos a ir a ver la película en grupo, llenar el espacio, crear distracciones, hacerlo ver como un hombre amigable, querido, respetado. Se sentiría más seguro rodeado de gente, recuperaría terreno, mostraría que, contrario a la realidad, su vida no pendía del cable telefónico que se iba hilvanando como una soga que podía al mismo tiempo ser una salvación o una horca. Al final del día había reclutado un pequeño ejercito de aprendices que guardarían sus líneas en el frente, inocentes del despropósito al que servían bajo el mando de su pusilánime maestro. El camino de regreso a casa no fue menos emotivo, rodeado de las mismas caras felices de la mañana que regresaban satisfechas a sus hogares después de haber degustado una mínima muestra de libertad. Él, aliviado por no haber sucumbido ante la tentación del número arrugado en su bolsillo, se disponía a leer hasta que Morfeo lo trasportara con arrullos hasta los brazos de ella, los que imaginaba abiertos esperándolo a la entrada del cine.

El miércoles llegó con retraso, envuelto entre pesadas nubes que amenazaban con desplomarse a tierra sin aviso. El día en la universidad fue mucho menos animado, el frío había hecho que la gente se refugiara en los edificios o en los túneles del metro y que él mismo se confundiera en el anonimato general de la ropa de invierno. Al regresar a casa tuvo tiempo para repasar el número de Helena y dibujar con él figuras inútiles sobre el teclado del teléfono. Quiso llamar para confirmar la cita, para asegurarse que el orden mediocre que había dado a su esquema seguía sosteniéndose contra todo pronóstico. Levantaba el auricular y marcaba un dígito antes de colgar, luego dos, tres, cuatro... seis... ocho, nueve, y volvía a empezar. Una vez se arriesgó a marcar el número completo, cambiando sólo el último dígito. Una voz femenina contestó al otro lado de la línea. Imaginó a una mujer mayor, obesa y enferma. Supuso que la voz ronca y el leve silbido al final de cada palabra deberían estar acompañados de un tanque de oxígeno conectado a su nariz y un cigarrillo encendido colgado de sus labios, con la ceniza a punto de caer sobre la bata de un rosa sucio y roído. -Oui, bonjour, est-ce que je peut parler a Helena? -preguntó- Désolé, je me suis trompé... Attendez! c'est quoi votre nom?... C'est fort joli comme nom ça, j'ai une amie qui se appelle P... aussi. Bon, merci beaucoup, et désolé encore. Colgó de nuevo y desconectó el teléfono de la pared. Estaba cansado a pesar de haber dormido casi diez horas la noche anterior. Se metió en la cama preguntándose si algo podría ocurrir entre Helena y él, fuera lo que fuera; de ser así, sólo le quedaba averiguarlo esa noche.

No creía en el destino, me decía. Nada estaba escrito, pero a veces las cosas pasan sin que nos demos cuenta: llegamos tarde a muchas citas, dejamos pasar muchos encuentros, nos ocupamos en buscar señales o indicios de un recorrido marcado sobre el cual caminar repisando otras huellas. El problema era cómo saberlo. Estaba demasiado ocupado anticipando reacciones y procurando planes de contingencia como para darse el lujo de esperar a que ese algo, fuera lo que fuera, se manifestara. Volvió a meterse en la cama y se dejó caer en un sueño pesado. Soñó que era un peón negro parado a la vanguardia en medio de un tablero de ajedrez. Los caballos se movían sobre la cuadrícula con efectos prodigiosos, los alfiles se lanzaban en largas excursiones diagonales sobre terreno enemigo, las torres se abrían paso en la retaguardia sosteniendo la defensa o esperando el ataque. Veía alucinado las demás piezas sobre el cuadrado, sólidas, hieráticas, duras como el mármol; buscando la confrontación, atrayéndose y repeliéndose con la ilusión de que en cada movimiento se jugaban la vida por una causa mayor.

Muy temprano en el juego había quedado atascado frente a otro peón. Tuvo la impresión de que el otro sin rostro sólo estaba allí para recordarle sus limitaciones, su irrelevancia para todo lo que no fuera ser carne de cañón en un juego de principiantes. Por un costado apareció de pronto la Reina blanca adelantándose (o retrocediendo, depende de cómo se mire) por su derecha. No era una figura rígida como las demás, sino una especie de espectro que se desplazaba como si caminara por sí sola sobre la cuadrícula del tablero. Intuyó que esa figura sería a la vez el objeto del deseo y la amenaza más peligrosa para esos trebejos negros que brincaban apurados de un lado a otro, ejecutando quién sabe que tácticas para ganar el juego, sin contar con él. A sólo dos cuadros de su posición, un caballo negro dio un brinco sobre un alfil, amenazando a la Dama blanca, la cual respondió con un brinco directo a la yugular de un peón enemigo que apenas había visto el inicio del juego desde el punto más débil de la defensa. El alboroto de movimientos y coordenadas se detuvo de golpe y el tablero se dobló en la oscuridad. La guerra había terminado sin más, ni pena ni gloria, sólo una sensación de pérdida que no podía explicar.

Al volver en sí se sintió incómodo y ahogado. Tardó un momento en abrir los ojos, temiendo que su malestar empeorara. Y con razón, pues no había despertado. Al mirar a su alrededor encontró que estaba apeñuscado en medio de una formación de fichas rosadas que temblaban y tosían, deformándose con la difícil respiración que las hinchaba casi hasta casi reventar. Intentó en vano moverse, adelantarse y huir lejos de esa masa abyecta que lo rodeaba y lo asfixiaba con el humo de cigarrillo y el aire enfermo de sus exhalaciones. No podía respirar, tampoco hablar, se sentía tieso y frío, y su propia figura desaparecía a medida que los volúmenes indefinidos iban fundiéndose con él en un solo coágulo que desbordaba la cuadrícula, el marco del tablero, la mesa; moviéndose con espesa lentitud por el espacio hasta caer goteando al vacío. Al chocar con el suelo despertó con un estruendo en medio de la realidad oscura de su habitación. El reloj marcaba las 7:45. La película habría empezado hacía unos quince minutos. Todavía inseguro de haber regresado del sueño, se arrastró hasta la esquina en la que yacía el teléfono mudo y lo conectó nuevamente. Sacó el papel casi deshecho en su bolsillo y marcó el número de Helena. Espero, contando impaciente los timbres. Luego la voz, que ya no era de la vieja solitaria y moribunda si no la de una joven saludable y hermosa pero no menos ajena a él, sonó lejana en la grabación de una máquina contestadora. Dejó un mensaje incompleto que nada tenía que ver con él o con quien fuera a escucharlo y se dejó caer sobre la alfombra como un rey vencido en una esquina árida del tablero.

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